Internacional

Marruecos tortura a saharauis con “total impunidad”, según grupos de derechos humanos

El caso de Mohamed Dihani, torturado y condenado “sin pruebas” por terrorismo a diez años de cárcel, es “paradigmático” para estas asociaciones.

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  1. “LA PAZ PERPETUA”. Kant. (primera edición en 1795)
    La política nacional e internacional debe concordar en todo momento con las exigencias del derecho y de la moral. Al fin, tarde o temprano, triunfarán la justicia pacífica y el progreso moral del mundo, y lenta pero inexorablemente conducirán a la humanidad al fin deseado.
    No debe considerarse como válido un tratado de paz que se haya ajustado con la reserva mental de provocar en el futuro otra guerra (así sucedió con la segunda Guerra Mundial). En efecto; semejante tratado sería un simple armisticio, una interrupción de las hostilidades y nunca una verdadera paz, la cual significa el término de toda hostilidad.
    Los ejércitos permanentes deben desaparecer por completo con el tiempo. Los diferentes Estados se empeñan en superarse unos a otros en armamentos, que aumentan sin cesar. Y como, finalmente, los gastos ocasionados por el ejército permanente llegan a hacer la paz aun más intolerable que una guerra corta, acaban por ser ellos mismos la causa de agresiones.
    En realidad toda guerra generalizada es una guerra de exterminio, que llevaría a la anulación de todo derecho y haría imposible una Paz Perpetua, como no fuese la paz del cementerio de todo el género humano.
    Frente a esa barbarie se impone el derecho de gentes, que debe fundarse en una federación de Estado libres. Todo Estado puede y debe afirmarse en su propia seguridad, requiriendo a los demás para que entren a formar con él una especie de constitución política, que garantice el derecho de cada uno. Esto sería una Sociedad de Naciones (recordemos: escrito en 1795).
    Para una Paz Perpetua y verdadera, debe quedar claro que una victoria militar no decide el derecho; y el tratado de paz, si bien pone término a las hostilidades, no acaba con el estado de guerra latente, pues caben siempre, para reanudar dichas hostilidades, pretextos y motivos que no pueden considerarse sin más como injustos, puesto que en esa situación cada uno es juez único de su propia causa.
    Es un hecho que la paz no puede asentarse y afirmarse como no sea mediante un pacto entre los pueblos. Pero ¿cómo va a fundamentarse la confianza en la seguridad del propio derecho como no sea sobre una libre federación de los pueblos?
    Considerado el derecho de gentes (derecho internacional) como el de un derecho de guerra, resulta en realidad inconcebible que este hecho se atreva a determinar lo que es justo e injusto, no según leyes exteriores de valor universal, limitativas de la libertad de cada individuo, sino según máximas parciales asentadas sobre la fuerza bruta.
    Una Paz Perpetua, y el progreso continuado y sin frenos del mundo, deben fundamentarse en la ciudadanía mundial y en las verdaderas condiciones de una hospitalidad universal. Fúndase este derecho en la común posesión de la superficie de la Tierra; pues originariamente nadie tiene mejor derecho que otro a estar en determinado lugar del mundo.
    Se debe poder concebir un político moral, es decir, uno que considere los principios de la prudencia política como compatibles con la moral, pero no concebir un “moralista político”, es decir, uno que se forje una moral a cada situación concreta que le interese, una moral favorable a las conveniencias personales del momento o las del hombre de Estado.
    La fuerza y la astucia no deben tener ninguna supremacía sobre el derecho internacional, el derecho de los pueblos sobre la Tierra. Pues todos los obstáculos que se oponen a la Paz Perpetua provienen de que el moralista político comienza donde el político moral termina.
    Ya pueden los moralistas políticos objetar cuanto quieran sobre el mecanismo natural de las masas populares, y sostener que en la realización se ahogan los principios y se evaporan los propósitos, porque sus teorías provocan precisamente los males que ellos señalan. Ellos rebajan a los hombres con los demás animales a la consideración de máquinas vivientes, para las cuales la conciencia es un suplicio más.
    El mundo no ha de perecer porque haya menos malvados: el malvado tiene la virtud inseparable de su naturaleza, de destruirse a sí mismo y deshacer sus propios propósitos. Porque aquí interviene la inclinación egoísta del ser humano, que no puede en rigor llamarse práctica. Es entonces el concepto del derecho de los pueblos el único y posible fundamento de la Paz Perpetua. Toda la política debe inclinarse ante este derecho universal. En esa universalidad está la justicia.

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